En un giro histórico que aún estremece a quienes lo conocen, Maximilian Grabner, jefe de la Gestapo política en Auschwitz entre 1940 y 1943, pasó de ser uno de los verdugos más temidos del Tercer Reich a un hombre que lloró, gateó y besó las botas de sus captores cuando llegó su hora final.
El 28 de enero de 1948, en Cracovia, el mismo hombre que firmó miles de órdenes de ejecución suplicó de rodillas que no lo mataran.
La escena, documentada por testigos y desclasificada en noviembre de 2025 por el Instituto de la Memoria Nacional de Polonia, revela la cobardía más abyecta de un criminal que había negado toda piedad a millones.

Grabner nació en 1905 en Viena y se unió al Partido Nazi en 1932. Su ascenso fue meteórico: en 1940 ya dirigía el Departamento Político de Auschwitz, el temido Block 11 donde se torturaba y ejecutaba sin juicio.
Según los registros, él mismo seleccionó a más de 200.000 personas para las cámaras de gas y supervisó personalmente fusilamientos en el “Muro de la Muerte”.
Testimonios de supervivientes lo describen como un hombre arrogante, siempre con guantes blancos y fusta, que reía mientras ordenaba azotar a prisioneros hasta la muerte.
Su poder era absoluto. Grabner tenía autoridad para decidir quién vivía o moría en minutos. Un simple gesto suyo enviaba a familias enteras al crematorio. Rudolf Höss, comandante del campo, lo temía y lo respetaba. Los prisioneros lo llamaban “el Ángel Negro”.
Nadie imaginaba que ese mismo hombre, años después, se arrastraría como un gusano cuando el cañón de un fusil apuntara a su cabeza.
Todo cambió en diciembre de 1943. Denunciado por corrupción (robaba joyas y oro de los deportados), fue destituido por la SS y trasladado a un puesto administrativo menor. Cuando el Reich cayó, intentó huir disfrazado de campesino, pero fue capturado por tropas estadounidenses en 1945.
Extraditado a Polonia en 1947, enfrentó el Tribunal Nacional Supremo junto a otros 40 acusados de Auschwitz. Allí comenzó su transformación.

Los primeros días del juicio mantuvo la arrogancia. Negó todo, acusó a los testigos de mentir y se presentó como “un simple funcionario”. Pero cuando los supervivientes empezaron a identificarlo uno a uno, su fachada se derrumbó.
El 22 de diciembre de 1947, durante la declaración de la testigo polaca Maria Mandel, Grabner se desmayó en el banquillo. Desde ese momento, el terror lo consumió.
La escena final ocurrió la madrugada del 28 de enero de 1948 en la prisión de Montelupich, Cracovia. Según el informe desclasificado, Grabner fue sacado de su celda para ser ejecutado junto a otros condenados. Cuando vio el pelotón, cayó de rodillas.
Los guardias polacos y soviéticos presentes relataron que gritó: “¡No me maten! ¡Tengo mujer e hijos!”.
Luego se arrastró hasta el capitán del pelotón, un oficial judío llamado Janusz Peter, y comenzó a besarle las botas con desesperación, llorando y prometiendo revelar escondites de oro nazi si le perdonaban la vida.
El capitán Peter apartó el pie con asco y ordenó que lo levantaran. Grabner siguió suplicando mientras lo arrastraban al patio. Según los testigos, orinó sus pantalones y tuvo que ser sostenido por dos guardias para no desplomarse.
Cuando le colocaron la soga (fue ahorcado, no fusilado), aún gritaba: “¡Piedad! ¡Soy católico!”. El cuerpo quedó colgado 22 minutos antes de ser declarado muerto. Tenía 42 años.
La transcripción completa de los últimos minutos, publicada ahora por primera vez, ha causado conmoción en todo el mundo. Historiadores como Timothy Snyder, autor de “Tierras de sangre”, la califican como “el documento más crudo sobre la psicología del verdugo nazi”.
En Israel, Yad Vashem ha incorporado el testimonio al archivo de perpetradores. En Alemania, Bild tituló: “El nazi que lloró como niño”. En América Latina, donde miles de criminales de guerra huyeron tras (fecha), el caso ha reabierto debates sobre la Operación Paperclip y la impunidad.

Grabner no fue el único que se derrumbó. Rudolf Höss también lloró en la horca. Arthur Liebehenschel suplicó. Pero ninguno llegó al nivel de humillación pública de Grabner.
El contraste entre su arrogancia en Auschwitz y su terror final es tan brutal que psicólogos forenses lo estudian como caso extremo de disociación moral. “Mataba sin pestañear porque se sentía intocable. Cuando perdió el poder, volvió a ser el niño asustado que siempre había sido”, explica la Dra.
Hanna Katz, especialista en trauma de perpetradores.
En Polonia, donde la memoria del Holocausto sigue viva, la publicación ha generado reacciones encontradas. Algunos ven justicia poética; otros, una advert Factor humano inquietante. En Cracovia, el museo de Auschwitz-Birkenau ha añadido un panel con la foto de Grabner arrodillado, tomada clandestinamente por un guardia polaco.
La imagen, en blanco y negro, muestra al ex jefe de la Gestapo con la cara deformada por el llanto, las manos juntas en súplica.
Hoy, casi 78 años después, el nombre de Maximilian Grabner vuelve a circular. No como símbolo de poder nazi, sino como prueba irrefutable de que los monstruos también tiemblan cuando les llega la hora. El hombre que negó la vida a millones rogó por la suya hasta el último aliento.
Y cuando la soga se cerró, no hubo nadie que le ofreciera la piedad que él nunca tuvo.