Jimuel Pacquiao, el hijo mayor del campeón mundial en ocho divisiones Manny Pacquiao, finalmente ha hablado abiertamente sobre el miedo, la admiración y la enorme presión de crecer al lado de una leyenda del boxeo aún en vida.

El joven Pacquiao recuerda haberse quedado quieto en la puerta del gimnasio privado de la familia en General Santos City, con apenas diez años, observando en silencio cómo su padre lanzaba combinaciones al saco pesado con tanta violencia que las cadenas temblaban como truenos. “No eran golpes normales”, recordó.
“Era como si papá quisiera asesinar el saco. Cada gancho, cada uppercut tenía verdadera rabia. Me daba miedo que se diera la vuelta y me viera allí.”
Muchos fans creen que Manny Pacquiao siempre ha sido el guerrero alegre y temeroso de Dios que sonríe mientras baila en el ring. Jimuel pinta un cuadro muy distinto de aquellas madrugadas. “Gritaba al saco en bisaya, lo insultaba, le decía que le devolviera el golpe.
El sudor le caía como lluvia.
A veces, la sangre de sus nudillos salpicaba el suelo. Esa versión de mi padre parecía imparable y, sinceramente, un poco aterradora.”
Sin embargo, esa misma brutalidad se convirtió en la mayor bendición de la vida de Jimuel. “Después del miedo vino la fascinación”, admitió. “No podía mantenerme alejado. Empecé a colarme en el gimnasio cada vez más temprano solo para verlo.
La potencia, el ritmo, la negativa a rendirse incluso cuando sus manos sangraban; era hipnótico.” El niño que antes se escondía detrás de la puerta dio un paso adelante y pidió ponerse los guantes.
Manny nunca trató a su hijo de forma diferente de los demás boxeadores del campamento. “Me gritaba más fuerte que a los sparrings”, contó Jimuel entre lágrimas. “Si bajaba las manos, detenía la sesión y me hacía correr diez kilómetros. Si me quejaba, me añadía cinco más.
Decía: ‘Llevas mi nombre, también llevas mi dolor. Nada de atajos.’”
Esa disciplina implacable convirtió a Jimuel en uno de los boxeadores amateur más prometedores de Filipinas en la actualidad. Con un récord invicto y varias medallas de oro nacionales colgadas ya en la mansión Pacquiao, el joven león se prepara para su debut profesional en 2026.
“Cada vez que me canso en los entrenamientos, recuerdo el sonido de esas cadenas a las cuatro de la mañana”, dijo. “Si papá podía destruirse a sí mismo por la grandeza, yo al menos puedo intentarlo.”
La relación entre padre e hijo ha cambiado profundamente con los años. Donde antes había miedo, ahora hay respeto y amistad. Manny se sienta en primera fila en todos los combates de Jimuel, ya no como el entrenador que grita, sino como el padre orgulloso que contiene las lágrimas.
“Todavía corrige mi juego de pies después de las peleas”, sonrió Jimuel, “pero ahora lo dice en voz baja, como si tuviera miedo de arruinar el momento.”
Un recuerdo en particular todavía le provoca escalofríos cuando habla de él. Durante la preparación para la megapelea de Manny contra Floyd Mayweather en 2015, el campamento se trasladó a Los Ángeles. Jimuel, con doce años, viajó a visitarlo un fin de semana. A las cinco de la mañana,
encontró a su padre haciendo sombra en la oscuridad, iluminado solo por las luces de la calle. “No sabía que lo estaba mirando”, susurró Jimuel. “Durante veinte minutos peleó contra un enemigo invisible con todo lo que tenía. Cuando por fin se detuvo, cayó de rodillas y rezó.
Fue entonces cuando entendí: el monstruo del gimnasio y el hombre que se arrodilla ante Dios son la misma persona.”
Esa revelación lo cambió todo. Jimuel dejó de ver violencia cuando su padre entrenaba; empezó a ver sacrificio. “Cada sesión brutal era una ofrenda”, explicó. “Cada gota de sangre en la lona era por nosotros, por mamá, por Filipinas. ¿Cómo podría tener miedo de un amor tan fuerte?”
Hoy, cuando Jimuel golpea las manoplas con sus propios entrenadores, canaliza esa misma intensidad. Los compañeros de sparring han empezado a llamarlo “Pequeño Monstruo” a sus espaldas, mitad en broma, mitad con preocupación real. “Lo tomo como un cumplido”, dijo encogiéndose de hombros.
“Si llevar aunque sea un uno por ciento del fuego de mi padre pone nerviosa a la gente, entonces voy por buen camino.”
El legado Pacquiao ya no se trata solo de los ocho títulos mundiales de Manny ni de su viaje de la pobreza a la fama global. Ahora es una historia en continuo desarrollo. Jimuel entiende el peso sobre sus hombros mejor que nadie.
“La gente espera que sea el próximo Manny Pacquiao”, dijo en voz baja.
“Pero yo no quiero ser el próximo él. Quiero ser el primero yo, construido con el mismo dolor, la misma fe, la misma locura de las cuatro de la mañana.”
Mientras se prepara para el año más importante de su carrera, Jimuel aún se despierta a las cuatro de la mañana, igual que su padre. El saco pesado del gimnasio familiar sigue colgado de las mismas cadenas oxidadas.
Pero ahora es Jimuel quien lanza los ganchos asesinos, Jimuel quien grita al saco en bisaya, Jimuel quien deja sangre en la lona. En algún rincón en penumbra, Manny observa en silencio, con la misma sonrisa que tenía cuando los papeles se invertían.
“Antes tenía miedo de mi padre en ese gimnasio”, concluyó Jimuel, con la voz quebrada. “Ahora es el saco el que debería tenerme miedo a mí. Gracias, papá, por el miedo. Fue el mejor regalo que me diste.”

La antorcha aún no se ha pasado del todo; Manny Pacquiao, con 46 años, todavía habla de posibles regresos. Pero cuando suene la campana final para la leyenda, el mundo ya sabe hacia dónde mirar.
Un nuevo Pacquiao está surgiendo, forjado en el mismo fuego que hizo temblar a un niño en el umbral del gimnasio. Y esta vez, el monstruo en el ring tiene los ojos de su padre.